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miércoles, 14 de abril de 2010
jueves, 1 de abril de 2010
PALABRAS DEL DIRECTOR
"Debía de tener unos nueve años cuando, no recuerdo bien las razones, pasé una larga tarde de otoño en el Parque del Oeste de Madrid. Corrimos, reímos, trepamos árboles, sudamos,...y entre juegos descubrí una bala enterrada en la tierra.
Para un niño que juega a las guerras, a disparar a los malos, e incluso a a veces a los buenos, que de todo hemos hecho de niños, y muy sanamente, por cierto, ya que no existe ni los unos ni los otros, aquel hallazgo era un tesoro. Eso sentí al principio.
Pero después de quitarle toda aquella tierra que la agarraba alrededor, una vez pude advertir el pulido metal del proyectil en la mano, la tarde se empañó con una sensación fría e incómoda como nube de tormenta.
Cerré el puño, como si quisiera hacer desaparecer algo que no terminaba de entender, y con ojos impresionados por imágenes de películas y fotos de archivo, reconstruí el paisaje que me rodeaba de acuerdo a una guerra que nunca viví.
Las zanjas de alrededor se convirtieron en trincheras, los pinos en defensas naturales, los truenos del chaparrón que se avecinaba, en ruido de morteros y metralla salpicando más muerte que chispas. También estaban los cuerpos. Tirados. Y la angustia, claro, que me acompañó todo el regreso a casa, y que no escapaba porque no pude abrir la boca, como tampoco pude dejar de apretar ese proyectil que ocultaba en la mano. Al menos hasta que una vez arropado en mi hogar, mi madre, tenía que ser ella, me preguntó qué me pasaba.
Le enseñé la bala, abriendo lentamente mi mano, con el absurdo temor de que se escapase con un chasquido y pudiera herirnos a todos. Le conté de mi pesar. Ella me acarició un hombro, me sonrió, de manera no del todo creíble, y me alentó explicándome que esa bala seguía sujeta al casquillo, que era una bala que nunca había sido disparada. Sentí un gran alivio, la verdad. Como si me hubiera quitado un muerto de encima, y nunca mejor expresado.
Decidí guardarla como amuleto de buena suerte, eso sí, bien encerrada en el fondo de un cajón que nunca abría. Y así lo hice durante un tiempo. Porque el simple conocimiento de su presencia me seguía perturbando.
Un día me deshice de ella. No recuerdo cómo fue. Y con razón, ya que esa bala de la Guerra Civil sigue incrustada en mi memoria. Nunca me he podido deshacer de ella.
Ni que decir tiene que en esa época no se estudiaba la Guerra Civil en las escuelas. Que nadie hablaba de ello. Ni siquiera mi madre, a la que siempre le gustó hablar de todo. ¿Qué podía saber un niño de todo eso? Poco, o nada realmente. Ese proyectil sin embargo me había entroncado con algo que también formaba parte de mi: un sentimiento atávico que pertenecía a mi pueblo, su historia y sus lágrimas.
Lorca es un escritor atávico. Es su mayor grandeza, a mi parecer, por encima de su ingenio y su más que cautivante elocuencia poética. Enfrentarme a la Casa de Bernarda Alba, me resulta tan inquietante como enfrentarme a esa bala de la Guerra Civil que sigo mencionando una y otra vez; y es que un pueblo se debe inevitablemente a su pasado, a sus asperezas, y no hay nada que se pueda hacer al respecto más que enfrentarlo."
Gonzalo de Otaola
martes, 16 de marzo de 2010
viernes, 5 de marzo de 2010
domingo, 7 de febrero de 2010
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